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Relato corto de Miguel Gila: EL LADRÓN

Miguel Gila escribió múltiples relatos que fueron recogidos en varios libros. Hoy con motivo del aniversario de su nacimiento 12 de marzo de 1919, hemos querido hacerle un pequeño homenaje poniendo voz a uno de sus relatos más divertidos: EL LADRÓN, en este vídeo con audio y texto.

 

 

Texto de » EL LADRÓN » – Miguel Gila

Venia maldiciendo el momento en que se me ocurrió ir al cine aquella noche. Hacía frío y una lluvia menuda ponía alrededor de las farolas de la calle una especie de halo como el que tienen algunas imágenes de las iglesias. Al salir del cine traté en vano de conseguir un taxi. Todos los que pasaban iban ocupados. Pensaba si en la fábrica ya los hacían con una persona en el asiento de atrás. Después de media hora de estar haciendo viajes desde la puerta del cine hasta el borde de la acera cada vez que veía pasar un taxi, tomé la determinación de volver andando, y mientras caminaba, giraba la cabeza por si pasaba alguno vacío. Pero fue inútil; o pasaban con su pasajero dentro o no pasaban. Cuando llegue a mi casa eran cerca de las dos y media de la mañana. Al entrar, no se por qué, asocié los taxis con el ascensor y me dio por pensar si estaría libre o llevaría un señor dentro. El ascensor no estaba en la planta baja; esto me produjo el temor de que estuviese averiado. No era la primera vez que ocurría. Subir hasta el octavo piso era algo que no se correspondía con mis posibilidades físicas. Con el terror de que fuese cierto, apreté el botón de bajada, pero nada, el ascensor no reaccionó.

Uno, dos, tres, iba contado los escalones. Yo sabia, porque ya me había pasado en otras ocasiones, que eran dieciocho escalones los que había de un piso a otro, pero los iba contando como para distraer el dolor de piernas. Por suerte, el ascensor funcionaba; se habían dejado abierta la puerta en el segundo piso. Apreté el botón del octavo y el ascensor se puso en marcha. Me miré en el espejo. Me costó trabajo reconocerme, estaba demacrado, como si viniera de una guerra. Soy muy aficionado al cine, pero en ese momento me prometí no ir nunca más.

Cuando salí del ascensor me llegué hasta la puerta de mi piso, intente meter la llave y la puerta se abrió sola.Alguien estaba dentro. Como yo, desde que me había separado de mi mujer, vivía solo, no había duda alguna de que alguien, aprovechando mi ausencia, se había metido en el piso.

Mi corazón comenzó a latir con pulsaciones anormales. Nunca he sido un cobarde, pero pensaba que si la persona que estaba dentro tenia un arma y me veía obligado a pelear con él, éste era el peor momento. Tenía la sensación de estar totalmente vacío, de que de único de que disponía y me mantenía en pie eran mis dos cansadas piernas.

Durante unos instantes estuve pensando que determinación tomar. Dentro se escuchó un golpe, como si alguien hubiera tropezado con algún mueble. No se de dónde me salió la voz, pero grité:
– ¿Quién anda ahí?
Me respondió una voz:
– Servidor.
Aquella palabra me desconcertó. ¿Qué clase de ladrón o de intruso habla entrado en mi casa que decía «Servidor».

Llegué hasta el salón donde tenía mis libros, mi televisor y todo lo poco que había conseguido para mi comodidad desde que me separé de mi mujer.

El individuo había abierto algunos cajones de mi escritorio, tenía en una mano una linterna muy potente y en la otra una de esas bolsas que se usan para ir de viaje. No lo veía con claridad, pero su silueta se destacaba por la luz de la calle que entraba por la ventana. Antes de que y llegara a tocar el interruptor me enchufó la linterna a la cara. Me quedé quieto, esperando que me atacara, pero no fue así. Dijo:
– ¡Alfredo!
Es decir, que sabía mi nombre; quizá lo había leído en alguno de los sobres que había sobre mi mesa de trabajo. Luego, dirigió la luz de su linterna hacia su cara.
– ¿No me recuerdas?

Durante unos instantes traté de identificar aquella cara, pero mis ojos aún estaban cegados por la luz que me había enviado con su linterna.

Tardé unos segundos en recuperar la vista por completo. Cuando pude ver con claridad, la cara de aquel hombre me resultó conocida, pero no recordaba quién era, de que lo conocía.

Encendió la lámpara que habla sobre mi escritorio y se acercó a mi.
– Soy Pablo.
– ¿Pablo? ¿Qué Pablo?
– Pablo Sotillo. ¿No me recuerdas? Ibamos al mismo colegio.
En ese instante le reconocí. Nunca he sido buen fisonomista, pero a pesar de los años transcurridos, su cara seguía teniendo los mismos rasgos. Su nariz grande, sus ojos chiquitos y sus cejas anchas eran lo mismo que cuando íbamos al colegio.Antes de que yo dijera nada, se me acercó y con la voz entrecortada me dijo:
– No sé cómo pedirte disculpas. No sabia que esta era tu casa.
Encendí la luz del salón, Pablo apagó la linterna y giró la cara como avergonzado.
– ¿Y puedo saber qué laces en mi casa?
– Estaba robando.
– ¿Robando? Y lo dices así, con toda naturalidad, como si fuese normal.
– ¿Y que quieres que haga? No sabía que esta casa era la tuya.
– No te lo digo porque sea mi casa, es que dices «Estaba robando» como si dijeras «Estaba haciendo un besugo al horno».
– Es que no estaba haciendo un besugo al horno.
– Ya lo sé que no.
– Estaba robando. Y aunque no nos vemos hace muchos años, sigo siendo amigo tuyo y a los amigos no se les debe mentir.

Aquella situación me tenia desconcertado. Cómo es posible que llegue a mi casa, encuentre un ladrón y dé la casualidad de que ese ladrón es un amigo de la infancia, porque de todos los que compartían el colegio conmigo, Pablo era aparte de compañero de clase, mi mejor amigo. Incluso después de dejar el colegio nos habíamos seguido viendo durante varios años.
– Está bien. Siéntate.
Pablo obedeció. Apenas lo hizo, en su cara se reflejó aparte de la vergüenza, el inicio de un llanto que intentaba contener. No sé por qué, me dio pena.
– ¿Has comido?
– No, hoy ha sido un mal día. Desde ayer al mediodía no sé lo que es comer ni un trozo de pan.
Me llegué hasta la cocina y traje queso, pan, mantequilla, jamón, una lata de anchoas, dos vasos, una botella de agua y otra de vino.
– No llamarás a la policía, ¿verdad?
– No. Quédate tranquilo que no voy a llamar a nadie.
Puse sobre una pequeña mesa todo lo que había traído de la cocina y nos sentamos a comer Pablo comía sin decir nada. Yo también me puse a comer. La caminata me había abierto el apetito. Comíamos en silencio. Creo que los dos estábamos en una delicada situación, él por haber sido sorprendido por mí mientras robaba y yo por haber llegado a casa en el momento en que él se disponía a robar. Pensé que había que romper el hielo y le pregunté:
– ¿Has vuelto a saber algo de Guillermo?
Guillermo era otro alumno que compartía con nosotros Ias travesuras del colegio.
– No. Nunca más. Creo que se fue a vivir a Italia. Ya sabes que sus abuelos eran italianos.
– Si, ahora que me lo dices, es verdad. ¡Que Guillermo! Era gracioso.
– ¡Cómo nos divertíamos con él! ¿Te acuerdas el día que fuimos al Musco del Prado?
– ¿Que si me acuerdo? Nunca se me olvida la cara de don Matías cuando estábamos viendo el cuadro de la maja desnuda y dijo Guillermo: «¿Y esta guarra quién es?»
– Y otro que no se quedaba atrás era Otero.
– Sí, Otero era gracioso, pero no se puede comparar con Guillermo.
– No, eran muy distintos.
Estuvimos un buen rato hablando de nuestros compañeros de clase y de nuestras travesuras. Después se hizo un silencio. Yo trataba de romperlo, pero no sabia cómo hacerlo. Finalmente, me decidí y le pregunté:
– ¿Y hace mucho que robas?
– No. Hace dos meses, desde que mi mujer cayó enferma. ¿Tú no te has casado?
– Si, pero mi matrimonio no funcionaba, así que hace dos años decidimos separamos.
Pablo me dio una palmadita en una rodilla.
– No sabes cómo lo siento.
– ¡Bah! Después de todo, era lo mejor que podíamos hacer.
– ¿Y no tenéis hijos?
– No.
– Bueno, siendo así … Yo tengo cuatro. Por eso robo, porque trabajaba en una ferretería, pero me despidieron.
– No sé de dónde me salió aquella tontería, le dije:
– Es que la gente con la crisis no compra tornillos ni picaportes.
Pablo ni se dio cuenta de la estupidez que le acababa de decir. Me miró y me dijo:
– Me pagaron unas pesetas por el despido, pero tal como está la vida, y con cuatro hijos, te puedes imaginar lo que me duraron, nada. Así que me puse a robar. Y cómo en la ferretería yo era el especialista en cerraduras, para mi abrir una puerta es coser y cantar. Y tú, ¿dónde trabajas?
– En una tienda de muebles, ya sabes, armarios, mesas. sillones …
– Ganarás mucho.
– No lo creas. De todas maneras tenemos comisión en las ventas, pero hay meses que no vendo ni una silla. Estoy buscando algo mejor, pero no es fácil encontrar trabajo, hay mucho paro.

Pablo me miró a los ojos y bajando la voz como si alguien nos estuviera escuchando, dijo:
– ¿No te interesaría trabajar conmigo?
– ¿Cómo?
– Robando. Podemos hacer una banda de dos.
– Escucha, Pablo, no quiero ofenderte, pero yo soy incapaz de robar.
– Yo también era incapaz de robar. Alfredo, pero la vida…
Y Pablo suspiró profundamente.
– No te puedes imaginar lo que es para un padre ver que sus hijos pasan hambre, que llega el invierno y no les puedes comprar ni un jersey de lana, ni una bufanda, ni unas botas. No te imaginas lo que se sufre.
– Claro que me lo imagino, pero, ¿te imaginas lo que supone vivir solo, sin mujer y sin hijos? La vida no tiene ningún sentido. No creas que no se sufre. Yo, hay veces que pienso hasta en el suicidio. Te lo juro, Pablo, te lo juro.

No lo pude evitar. Unas lágrimas bajaron por los costados de mi nariz. Pablo me puso una mano sobre el hombro y también sus ojos se llenaron de lágrimas.

Estuvimos llorando hasta cerca de las cinco, ya estaba por amanecer. Pablo, secándose las lágrimas, me dijo:
– La vida es muy cruel, Alfredo, muy cruel, pero qué podemos hacer. Yo seguir robando y tú seguir vendiendo sillas y armarios.
Y se levantó para irse.
– ¿Y te vas a ir así?
– ¿Cómo?
– Sin robar nada.
– Alfredo, ¿somos o no somos amigos?
– Por eso mismo, ¿cómo voy a permitir que vengas a robar y te vayas con las manos vacías? Aunque sólo sea por tus hijos.
Pablo no quería, pero yo le convencí y me robó un encendedor de oro, un candelabro de plata y doce mil pesetas que tenÌa en el bolsillo de la chaqueta.

Cuando me metí en la cama, pensaba: «¡Qué importante es la amistad!»

Miguel Gila (12 de marzo de 1919 – 13 de julio de 2001)

Fuentes

Yo muy bien ¿y usted? de Miguel Gila (Grandes del Humor – Temas de Hoy)

 

MundoDeGila

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